martes, 30 de agosto de 2011

¡No!


Encerrada aquí, sola.
 Me retienen miles de barrotes metálicos.
Miro al horizonte. Lo único que logro distinguir; entre la oscuridad tenebrosa, es una inmensidad de rostros pálidos, blanquecinos. No dejan de mirarme, con esa mirada que se me clavó en la memoria, como una astilla se clava en la piel. Una mirada dolorosa.
Mientras hacían una serie de gestos que me dejaron aterrorizada, extendían sus brazos hacia mí. De sus manos brotaban garras, unas garras quilométricas y afiladas, que por momentos creía que me alcanzarían.
Uno de los extraños espectros logró rozarme levemente, para alivio mío, por la zona de la yugular, tintando a su paso de rojo mi piel. Eso los enfureció aun más.
Gritaba, lloraba... Me estaba volviendo loca. No soportaría mucho más aquella pesadilla. Rogaba a todos los Dioses conocidos que me sacasen de allí, pero ellos ignoraban mi existencia.
De repente me noto diferente, más etérea. Miro mis manos, y sí, mi temor se vio afirmado, de mis manos ahora brotaban unas amenazantes garras.

No quería creerlo, pero la realidad era una evidencia. Ahora era una de ellos.

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